Tarde De Sabado

Tras la muerte de mi madre se produjo también mi divorcio de la musica. Sin intentar imponérmelo: de por sí. No me prohibí, en señal de luto, escuchar música, sino meramente ya no podía escuchar música, El «raciocinio» inconsciente que me impuso tal actitud podría ser (más o menos) el siguiente: la muerte es incompatible con la música. Si la muerte existe (y tan sólo la desaparición de un ser muy cercano nos convence de verdad que desgraciadamente existe), la música pierde mucho de su valor. Pues el valor de la música se deriva en primer lugar del hecho de que nos asegura que la muerte no existe. La belleza de una excluye la fealdad de la otra. Si es «verdad» lo que nos dicen un concierto o una sinfonía de Mozart, La Patética o La Trucha, entonces la gente no debería morir más. Y si sigue muriendo sin embargo, significa que el arte, ese arte de las artes, miente. De todas las formas del paraíso terrestre, la música es la que más cerca está de la idea absoluta del paraíso. Y el paraíso es ante todo paraíso justamente por anular a la muerte. La música nos promete felicidad, armonía, eternidad. Y nos engaña. La más sublime música tiene un defecto, un límite: que la misma no se destina también a los muertos. Y si no es para los muertos, esto significa que no es «divina». La rechazo, por solidaridad con ellos. «Tres medidas de Mozart prueban la existencia de Dios», pensaba François Mauriac. Tres medidas de Mozart deberían darnos en todo caso la prueba de que la gente no se muere y los cadáveres no se pudren. Y no nos la da. La gente se muere y sus cadáveres se pudren sin hacer caso a la «Pequeña serenata» o a sus grandes sinfonías. * Morí y resucité un notable número de veces durante mis dos largas hispitalizaciones, en mi juventud, primero en Cluj, en 1955, luego en Bucarest, en 1959. Entonces estaba a la moda el tratamiento con insulina: inyectada en cierta dosis, causaba el «adormecimiento» del paciente, incluyendo su sistema nervioso (pinchado con una aguja, el paciente en cuestión no sentía absolutamente nada, no reaccionaba de manera alguna), una zambullida en un dormir compacto, negro, sin sueños, en un coma artificial que perseguía probablemente el descanso completo de la corteza del enfermo. El «despertar» se realizaba mediante fuertes perfusiones de glucosa y justamente este despertar gradual me ha ocasionado, más de una vez, posiblemente las más extraordinarias sensaciones probadas en mi vida. Era como si me levantara de entre los muertos, sumergido en una gigantesca alegría:¡Señor Spoorn!, lograba a duras penas pronunciar el apellido del médico de Cluj a quien al final reconocía, sumamente asombrado y feliz, como si hubiera visto a Dios, pero, al mismo tiempo, algo implicado en una manera de lo más atormentadora en todo lo que ocurría alrededor de mí. La realidad era arrancada literalmente de mí con tenazas, pedazo por pedazo, fragmento tras fragmento y la «paría» temblando por el esfuerzo. Participaba en todo lo que ocurría a mi alrededor, empujando desde lo hondo de mi ser y la tortura residía justamente en esta participación obligada, tremenda. Recuerdo, por ejemplo, la gigantesca tirantez, de Sísifo o de Atlas, a que me condenaron (por supuesto, sin que se dieran cuenta de lo que me estaba pasando) algunos compañeros del salón, que mientras tanto (mientras yo me despertaba, «resucitaba») jugaban al ajedrez, en una mesa, en el rayo de mi mirada. Cada movimiento, cada palabra de ellos parecía «arrancada» de mí, cada jugada me costaba enormemente, cada pieza – peón, caballo, torre, reina – se convertía en una piedra que tenía la obligación de mover yo mismo, con mis fuerzas movilizadas a más no poder. Vivía la extraña sensación de que todo dependía de mí, de que todo tenía sus raíces en mí, de que todo crecía en mí. Parecía librarme, al igual que Sansón, de algunas ataduras terribles y a la vez parecía que todo lo que había y se movía en el espacio circundante se «agarraba» de manera exasperante de mí, entraba en una relación titánica, extraña conmigo. Resultaba insoportable: todo mi ser vibraba cual una vara de acero. La «resurrección», me di cuenta, es un triunfo, pero a la vez una operación sumamente dolorosa. * En su lucha milenaria contra la muerte, la Razón jamás la ha desdenado de manera más sublime y nunca ha consegudo una victoria más brillante sobre la misma que al pronunciar la famosa oración de que la muerte no nos importa: « Tras su muerte, al hombre no lo conmueve ni la suerte de su cuerpo inánime, ni el pensamento en lo que ocurriría con los átomos de su alma. La muerte no le importa. Él existe hasta que intervenga ella; al producirse la muerte, él deja de existir. En el momento de la desintegración del cuerpo y del alma, su sensibilidad y conciencia se apagan. Lo que no siente más, no le atañe. Los epicúreos afirman repetidas veces esto: la muerte no nos atañe». (Erwin Rodhe, Psyche). Pero, en realidad, la lucha del hombre contra la muerte se libra en varios frentes; la victoria en uno de ellos no significa todavía ganar la guerra, la victoria total y definitiva. Lo cual explicaría por qué las generaciones siguientes no han podido asimilar la gran leccion de los epicúreos. Al contrario, siempre y siempre quedó comprobado que, desgraciadamente, la muerte atañe al hombre, nos atañe.¡Y cómo! * «Morir de día es una manera de engañar a la muerte», decía Eugen Ionescu, a lo mejor el escritor que, tras Tolstoi, haya meditado de manera más fecunda sobre tal tema. Anadiría que morir conjuntamente: entrar en la muerte cual en una laguna, cogidos de la mano, formando una cadena ininterrumpida de cuerpos podría ser otra manera de engañar a la muerte; e incluso de derrotarla.¿Acaso el castigo de la muerte dura desde hace largo tiempo sólo por el hecho de que, al probar nuestra cobardía y egoísmo, nuestra pequeez, nos morimos sucesivamente, uno tras otro, solos? Tal vez. Si logramos un día organizarnos para morir todos a la vez, la muerte, atemorizada, cedería, desaparecería: una solidaridad «tanática» universal podrá acabar con ella… * Cuantas veces, miles, acaso decenas de miles de veces me he imaginado aquel momento con la convicción no confesada de que, de tal manera, clavado por mi pensamento, el peligro no se atrevería acercar. Haberlo vivido casi permanentemente por anticipado – nutría tal fe casi mágica - lo haría tal vez imposible, impidiendo su surgimiento, su materialización: me basaba intuitivamente en el orgullo de la realidad que se niega imitarnos, sumisa, nuestra imaginación, nuestra pobre imaginación humana, para luego sorprendernos, cuándo y cómo ella quería; con toda su pretendida originalidad: es decir, si uno quiere que algo que temes no se cumpla, debe pensar siempre en el mismo (algo parecido al refrán « del mal que uno teme, de ése muere», a condición de que de verdad lo temas, te obseda). Así hemos procedido años tras años y la cosa me ha salido bien: parece que la vigilancia contra el mal lo paralice. Se parece a un juego: todo consta en tener todo el tiempo «las manos» ocupadas, llenas de las variantes y las ficciones del peligro, para que la realidad, la vida no llegue a poner en tus brazos la desgracia; si lo logra, se ha terminado, estás perdido, ya no puedes escaparte de la misma, te quedas con ella – un hazmerreír del destino que, al fin y al cabo, te la dio. Un solo instante de descuido le puede resultar a uno fatal… Al llegarle la hora, la catástrofe me dio por sorpresa, El jueves por la noche, encerrado en mi cuarto, leia en voz alta, para ver si me ajustaba al tiempo, mi ponencia que al día siguiente debía presentar en un simposio (mi primer simposio y¡pienso, el último!), el viernes por la mañana «cumplí» y luego asistí a los trabajos, el sábado hubo una especie de banquete en honor a los partcipantes y el domingo, apenas empezada la tarde, nos fuimos (Doina y yo) a ver «El guía», que aquella semana ponían en el cine «Vitorul».. Así que yo, un persona por lo general «no ocupada», tuve varios días «sumamente ocupados». Lo extraño del caso debía ponerme sobre aviso…Pero no encontramos entradas (el pequeño vestíbulo del cine rebosaba de gente, jóvenes en su mayoría), así que regresamos a casa. (vimos el «Stalker» mas tarde, después). Apenas ahora empecé a comprender que algo insólito le estaba pasando. Se sentía mal y primero pensé que se tratase de una intoxicación, por la comida (¡a pesar de que siempre comía tan poco!). En realidad (una realidad por fin libre de la hipnosis de mis procedimientos «mágicos», libre e implacable, en realidad, había tenido un ataque cerebral (el golpe lo había sentido el sábado, antes del mediodía, cuando – tan sólo mi padre había visto el ademán, pero sin recelar siquiera la gravedad – la madre había llevado de repente su mano a la cabeza). El martes por la noche, el 15 de diciembre, la llevamos en un coche de emergencia al hospital, donde tras diez días se murió (una noche, a las cuatro, lejos de nosotros, sola, en la uniad de cuidados intensivos, donde un día antes mi padre la había visto por última vez, totalmente desnuda, atormentándose respirar con ayuda de un tubo de oxígeno). «Me siento como un general derrotado, que por su culpa perdió una gran batala, la batalla de su vida» (una batalla que parecía llevarse a cabo favorablemente, hasta que ocurriera el error, el funesto descuido…). Desperté, tras la muerte de mi madre, con esta frase, un pensamiento ya formulado (la vanidosa razón trabaja, elabora en cualquier condición, toda clase de impresiones), expresando con inoportuna preciosidad un profundo sentimiento de culpabilidad. ¡Oh, si aquellos días, anteriores al desencadenamiento de la congestion no hubiese tenido la cabeza ida para otros lugares! Pero «dominado» por el maldito simposio (en realidad dominado por mi temor proverbial a todo acto público), me olvidé de mi madre. Aún hoy estoy convencido de que si hubiese estado más atento en aquel entonces la desgracia no se habría producido. Cual mal centinela (¡centinela y no general!) me dormí justamente cuando el enemigo preparaba su ataque. Así que su muerte, contra la cual había luchado desde niño, en que había pensado y que me había imaginado míles, decenas de miles de veces, logrando tenerla exitosamente a raya (en septiembre ella cumplió 82: que llegara a los 85 y luego veríamos, decía yo con supersticiosa prudencia, lleno de ávida esperanza), me golpeó sorpresivamente, me encontró totalmente no preparado. Sin embargo, hubo varias señales: pero las descifré apenas luego. Sucesos sujetivos encuentros objetivos, pequeñas observaciones de peatón, sensaciones, sustos, presentimientos, nebulosos o al contrario muy precisos: parecían carecer por completo de alguna relación con lo que me esperaba o de algún significado; pero, para mí, las tres, fueron las señales que me anunciaban (a pesar de entenderlas apenas luego) la muerte de mi madre. * El sufrimiento tiene a su vez sus caprichos y fantasías. No sufrimos siempre cuándo, dónde y cómo se debe. En el cementerio, junto a la tumba de mi madre, de costumbre me bloqueo, me defiendo de la realidad tan cercana de la muerte. Logro a veces anestesiar el dolor, que en cambio irrumpe, cuando menos lo pienso, en circunstancias que no parecen estar ligadas a la muerte de mi madre. Al estar, por ejemplo, en la ciudad, al caminar por la calle y al encontrar mujeres viejas, solas, enfermas, locas, pobres, desgraciadas las más de las veces, casi mendigas o hasta mendigas, o al contrario, «ex» bien vestidas, soberbias, dignas, pero también solas, enfermas, locas. Antes también mi corazón se encogía de dolor al verlas (soy piadoso), pero ahora me dolía mucho más y tal vez de otra manera, por algo más. * No sé cuándo y cómo - en los últimos años de vida de mi madre – inventamos un «juego», exclusivamente nuestro, una especie de broma, de convenio, de sorpresa que me gustaba repetir cada vez que estaba de buen humor, sin que el placer, en igual medida mío y de mi madre, disminuyera (pienso ahora en este juego» de nosotros siempre con ternura y a la vez con el sentimiento que le acompaña a uno en un hechobueno; gracias al mismo, acaso no se me computarían, un día, ciertos errores y pecados (…)/ Había tomado la costumbre, en las más duras horas de trabajo, mientras preparaba el segundo café del día, de preparar un cafecito tambien para mi madre (le gustaba mucho el café. Al igual que a mí, pero por padecer de presión, no podía tomarlo sino de vez en cuando, en cantidad razonable), un cafecito que luego se lo llevaba, de puntillas a escondidas, mientras ella dormía y colocaba el cafecito despacito sobre la mesita, con «astucia» (el encanto del juego residía justamente en tal «astucia»), tan cerca de ella, para que se despertara envuelta en la red sutil, insinuante de la seductora fragancia acaso por culpa de la misma. * La muerte de una persona por la cual uno se siente culpable (y culpable se siente uno para con casi toda persona) corta brutalmente ciertas relaciones que no tenía para poder reparar, para poder resarcir algo. Ahora, de repente, ya no se puede hacer nada: uno se queda impotente, cargando sus buenos propósitos, que bruscamente se han vuelto inútiles, iguales al cero. Esta circunstancia en que uno entiende mejor lo que quiere decir «demasiado tarde»; una puerta definitivamente cerrada, un muro infranqueable. Vivimos como si uno dispusiera no sólo de su eternidad, pero también de la de los demás. Estamos a menudo negligentes y superficiales hasta en los más serios asuntos. Agobiado por remordimientos, aplastado por culpas, me alivia un poco (mientras el corazón se encoge dolorosamente) el recuerdo de una sonrisa de mi madre, su última sonrisa que recuerdo cual coronación de nuestras relaciones. Al entrar una tarde en «su» cuarto (de mis padres), la encontré una tarde (estaba sola) sentada en la cama, enfrascada en una labor que siempre le acompañó humildemente toda su vida y que le daba un aspecto, un aire (una especie de resignación que no carecía de humor, de serena meditación) y que tanto me gustaba - remendaba pacientemente medias, empleando una vieja «seta» de madera (uno de los objetos domésticos muy allegados a mi infancia). «Madre remendando medias» representa para mi una de sus imágenes fundamentales, mayores. Al sentirme, levantó la cabeza y sin que mediara palabra, «sin razón», me sonrió con tanta bondad, con tanto cariño y calor , como si me hubiera perdonado por todo y por todas, de manera que su sonrisa, pura y abierta «toda el alma» hubiese llenado la cama, el cuarto, mi corazón, revistiendo de oro, para siempre, el espacio de aquel instante. Al sonreírme, su cara resplandecía como el Sol, un Sol que para mi jamás desaparecerá. Su verdadero testamento, no escrito, fue aquella sonrisa. * En las tardes calurosas de verano – otoño a veces estaba obligado o convencido de quedarme en casa, mientras mi madre, al seguir una sana costumbre arraigada en nuestra familia desde tiempos más suaves (costumbre que yo no respeto, anque me hubiera ayudado), solía acostarse un rato, una o dos horas. En aquel entonces, el cuarto se volvía sumamente agradable, el piso de barro guardaba cierto frescor, al igual que las ventanas tapadas con el famoso papel azul de camuflaje, que filtraba bastante luz para poder uno leer, escribir o dibujar, pero suficiente para crear una penumbra amistosa, en contraste con el diluvio de luz blanca, cegadora y ardiente que había afuera. En una cama vecina dormía mi madre, como protegiéndome hasta en su sueño: por estar ahí. En la tarde canicular, de recreador cautiverio, a mitad benévolo que recuerdo ahora, suspendiendo bruscamente el trabajo que se había apoderado de mi hasta dicho momento (estaba dibujando o escribiendo algo en la mesa), sentí la apremiante, urgente necesidad de averiguar. Me levanté de mi silla y me acerqué de puntillas a la cama, donde estaba mi madre, acostada de espaldas y cubierta con una sábana (acaso estoy inventando, pues no puedo acordarme tan exactamente su posición en la cama, ni lo que la cubría) y fijé toda mi atencion en ella. Unos segundos muy largos, ahogado por la emoción, no logré ver, sorprender, comprobar lo que quería, lo que debía ver, sorprender, comprobar a toda costa. Luego, con un suspiro de gran alivio me percaté por fin del movimiento acechado, de subida y bajada del lienzo (que la cubría), al compás de la respiración tranquila y tranquilizante que seguí unos segundos, fugaces, rápidos y felices Todo estaba en orden. Mi madre vivía. Mi madre seguía viviendo.
1988 
Valeriu CRISTEAobra: «Interpretaciones críticas» (1970); «Por las huellas de Don Quijote» (1974); «El espacio en la literatura» (1979); «La ventana del crítico» (1987); «Tarde de sábado» (1988); «Diccionario de los personajes de Creanga» (1996) (toda en rumano)., crítico literario y ensayista


by Valeriu Cristea (1937-1999)