Breve Confesion

Tengo ganas de escribir sólo cuando estoy en un estado explosivo, con fiebre o en crispación, en un estupor convertido en frenesí, en un clima de disputas en el cual las invectivas reemplazan las bofetadas y los golpes. Esto suele comenzar así: un leve temblor que va intensificándose, como después de un insulto que te hayas tragado sin contestar. La expresión vale lo mismo que una réplica tardía o una agresión aplazada: escribo para no pasar a los hechos, para evitar otra crisis. La expresión es un alivio, una revancha indirecta del que no puede digerir una vergüenza y que se rebela por palabras en contra de sus prójimos y aún en contra de sí mismo. La indignación no es tanto reacción moral cuanto literaria; es el mismo resorte de la inspiración. Pero ¿la sabiduría? Ésta es justo lo contrario. El sabio que llevamos adentro nos desvanece todos los ímpetus, él es el saboteador que nos desprestigia y nos paraliza, que acecha al loco de nuestros adentros para aplacarlo y comprometerlo, para deshonrarlo. ¿La inspiración? Un desequilibrio repentino, voluptuosidad sin nombre de afirmarnos o de destruirnos. No he escrito ni siquiera una sola línea a mi temperatura normal. Y sin embargo, muchísimos años me consideré el único individuo libre de defectos. Este orgullo me fue benéfico: me permitió ennegrecer el papel. Prácticamente, he dejado de producir desde el momento en que, al calmarse mi delirio, caí en una modestia perniciosa, funesta para aquella febrilidad que emana las intuiciones y las verdades. No puedo producir que en el momento cuando, abandonado de improviso por el sentido de lo ridículo, llego a considerarme principio y fin de todas las cosas. Escribir es un desafío, por fortuna un punto de vista falso sobre la realidad, que nos sitúa por encima de ella y de lo que nos parece que es. Competir con Dios y aun aventajarlo sólo por la fuerza del lenguaje, he aquí la hazaña del escritor, espécimen ambiguo, desgarrado e infatuado que, salido de su condición natural, se abandonó a un magnífico vértigo, personaje eternamente desconcertante, a veces odioso. Nada más deplorable que la palabra, y sin embargo gracias a ella nos elevamos a sensaciones de felicidad, a aquella dilatación última cuando te quedas completamente solo, sin la menor impresión de agobio. ¡Lo supremo alcanzado por vocablo, por el mismo símbolo de la fragilidad! Lo extraño es que lo podemos alcanzar también por ironía, a condición de que ésta, empujando hasta el límite extremo su obra de demolición, nos regale un Dios al revés. Las palabras como agentes de un éxtasis derrocado… Todo lo que es intenso de veras atañe al paraíso y al infierno, con la diferencia de que el paraíso lo podemos tan sólo entrever, mientras que en cuanto al infierno tenemos la suerte de percibirlo y, aún más, de sentirlo. Hay una ventaja incluso más importante, cuyo monopolio lo tiene el escritor: el de desembarazarse de sus peligros. Privado de la facultad de ennegrecer el papel, me pregunto qué hubiera llegado. Escribir significa renunciar a remordimientos y rencores, significa vomitar tus secretos. El escritor es un desquiciado: para curarse, emplea unas ficciones que son las palabras. ¡Cuánta angustia, cuántos accesos siniestros hemos superado gracias a estos remedios insustanciales! Escribir es un vicio que te puede repugnar. La verdad es que escribo cada vez menos, y acabaré sin duda por dejar de escribir del todo, por no encontrar ya ni el mínimo encanto a esta lucha con los demás y conmigo mismo. Cuando enfocas un asunto, incluso el más anodino, experimentas un sentimiento de plenitud, acompañado de una brizna de arrogancia. Fenómeno aún más extraño: la sensación de superioridad cuando evocas una figura que admiras. En medio de una frase, ¡qué fácil te resulta considerarte el ombligo del mundo! Escribir y venerar no van juntos: de grado o por fuerza, hablar de Dios significa mirarlo desde arriba. El escribir es el desquite de la criatura y su respuesta dada a una Creación hecha a la ligera. RELEYENDO…[1] Releyendo este libro escrito hace más de treinta años, trato de volver a hallar al personaje que era y que se esconde, se me escapa, por lo menos en parte. Mis dioses eran Shakespeare y Shelley. Al primero lo sigo frecuentando incluso ahora; al segundo, raras veces. Lo menciono para mostrar con qué tipo de poesía estaba atosigado. El lirismo tumultuoso concordaba con mis inclinaciones: le discierno por desgracia las huellas en todos los intentos de entonces. ¿Quién puede leer ya un poema como Epipsychidon? De todas formas, lo leía hechizado. El platonismo histérico de Shelley me aburre mortalmente; a la efusión, no importa la forma en que se presentara, prefiero ahora la concisión, el rigor, la frialdad premeditada. Mi visión sobre las cosas no ha cambiado de modo fundamental; lo que ha cambiado sin duda es el tono. De hecho, el fondo de un pensamiento se modifica efectivamente sólo raras veces; en cambio se someten a la metamorfosis el cariz, la apariencia, el ritmo. Envejeciendo, me he dado cuenta de que la poesía me es cada vez menos necesaria: ¿será el gusto por la poesía relacionado con un exceso de vitalidad? Siento cada vez más – un gran papel desempeña por supuesto el cansancio – una debilidad por la sequedad, por el laconismo, en detrimento de la explosión. Sin embargo, el Manual era una explosión. Escribiéndolo, tenía la impresión de librarme de una sensación de agobio con la cual no hubiera podido seguir mucho tiempo: tenía que respirar, tenía que estallar. Sentía la necesidad de una explicación decisiva, no tanto con los hombres como con la existencia en sí, a la que me hubiera gustado desafiar, aunque fuera sólo para ver quién iba a vencer. Para ser sinceros, estaba casi seguro de que yo iba a vencer, que era imposible que ella triunfara. Acosarla, seguirla hasta las últimas consecuencias, destruirla por raciocinios frenéticos y acentos recordando a Macbeth o Kirilov – esto era mi ambición, mi meta, mi sueño, mi programa de cada instante. Uno de los primeros capítulos se titula El Antiprofeta. En realidad, reaccionaba como un profeta, me atribuía una misión, disolvente si queréis, pero sin embargo una misión. Atacando a los profetas, me atacaba a mí mismo y… a Dios, según mi principio de aquel entonces, conforme al cual no tuvieras que ocuparte que de Él y de ti mismo. De aquí el tono de violencia uniforme de este ultimátum (no sucinto como hubiera debido ser, sino copioso, difuso, insistente), de una intimación dirigida al cielo y a la tierra, a Dios y a los sucedáneos de Dios, en breves palabras a todos. En la furia desesperada de estas páginas, en balde buscaríamos una sombra de modestia, de reflección serena y resignada, de aceptación y tregua, de fatalismo sonriente. La insensatez y la locura de mi juventud, así como una irresistible voluptuosidad de negar llegan aquí al apogeo. Lo que me ha tentado siempre en la negación es el poder de sustituirte en todo y en todas las cosas, de ser una especie de demiurgo al revés, de disponer del mundo, como si hubieras colaborado en su génesis y tuvieras después el derecho, sino incluso el deber de acelerar su perecimiento. La destrucción, consecuencia inmediata del impulso a negar, corresponde a un instinto profundo, a un tipo de envidia que cada hombre experimenta desde luego en sus adentros frente al primer ser, a su postura, a la idea que representa y simboliza. En vano he frecuentado a los místicos; entre mí he estado siempre del lado del Demonio: sin poder igualarlo por fuerza, he intentado parecerle al menos por insolencia, acritud, arbitrario y antojo. Después de la aparición en español del Manual, dos estudiantes andaluces me preguntaron si se podía vivir sin fundamento. Les contesté que era verdad y que en ninguna parte encontré un fundamento sólido, pero logré sin embargo resistir puesto que, a medida que pasan los años, te vas acostumbrando a todo, incluso con el vértigo. Y por otra parte no estamos velando ni preguntándonos continuamente, la lucidez absoluta siendo incompatible con la respiración. Si fuéramos conscientes en cada momento de todo lo que sabemos, si, por ejemplo, la conciencia de la falta de fundamento persistiera sin cesar y a la vez intensamente, nos quitaríamos la vida o nos dejaríamos resbalar hacia la idiotez. Existimos gracias a los momentos cuando olvidamos ciertas verdades, y ello porque durante estos intervalos estamos acumulando energía que iba a permitirnos hacer frente precisamente a estas verdades. Cuando me desprecio, me digo, para recobrar mi confianza, que al fin y al cabo, a pesar de una percepción de las cosas que pocas hubieran podido aguantar, he logrado mantenerme dentro del ser o en un simulacro de ser. En Francia, numerosos jóvenes me han declarado que se sintieron atraídos sobre todo por el capítulo El Autómata, esta quintaesencia de lo intolerable. Se ve que soy a mi manera un luchador, ya que mis propias reflexiones no me han derrotado. Los dos estudiantes me preguntaron además por qué no había renunciado a escribir, a publicar. No tiene cualquiera la suerte de morir joven, fue mi respuesta. Mi primer libro de título rimbombante – En las cumbres de la desesperación – lo escribí en rumano, a los 21 años, prometiéndome a la vez no volver a empezar nunca. Después cometí otro, seguido de la misma promisión. La comedia se repitió más de cuarenta años. ¿Por qué? Porque escribiendo, por poco que fuera, me ayudaba a pasar de un año a otro, las obsesiones una vez expresadas estando así agotadas y vencidas a medias. Producir significa un alivio extraordinario. Publicar, no menos. Un libro aparecido significa tu propia vida o parte de ella, que se desprende de ti, ya no te pertenece, ha dejado de extenuarte. La expresión te disminuye, te empobrece, te descarga del peso de tu propio ser, la expresión es pérdida de sustancia y liberación. Ella te vacía, por lo tanto, te salva, te libera de lo sobrelleno molesto. Cuando odias a alguien hasta el punto de querer liquidarlo, lo mejor es tomar una hoja y escribir un sinfín de veces que X es un canalla, un engendro, un monstruo. Notarás en seguida que lo odias menos y que ya casi no te pasa por la cabeza vengarte. Más o menos así procedí también conmigo y con el mundo. El Manual lo extraje de la hez de mis adentros para denigrar la vida y denigrarme a mí mismo. ¿El resultado? Me he aguantado mejor a mí mismo, como, por lo demás, he aguantado mejor también la vida. Cada uno trata de curarse como puede. La primera versión del libro fue redactada rapidísimo en 1947 y se llamaba Ejercicios negativos. Se la mostré a un amigo que me la devolvió después de algunos días diciéndome: "Hay que reescribirla del todo". Su consejo me indispuso terriblemente, pero por fortuna lo seguí. En realidad la escribí cuatro veces, porque no quería de ningún modo ser considerada el producto de un advenedizo. Tenía, ni más ni menos, la ambición de rivalizar con los aborígenes. ¿De dónde me habrá procedido tanto orgullo? Mis padres sabían sólo rumano y húngaro y chapurreaban el alemán; las únicas palabras francesas que conocían eran bonjour y merci. Así eran casi todos los transilvanos. Cuando, en 1929, me fui a Bucarest para cursar unos estudios confusos, noté que la mayoría de los intelectuales de allí hablaban corrientemente francés; de donde se explica también mi furia, yo que sólo leía en francés, una furia que iba a durar muchísimo tiempo y todavía sigue durando, bajo otra forma, porque llegado a París no he podido jamás deshabituarme de mi acento valaco. Y entonces, ya que de todas formas no puedo pronunciar igual que los nativos, intentar por lo menos escribir como ellos, éste debió de ser mi razonamiento inconsciente, sino ¿cómo explicarme el encarnizamiento con el cual quiero medirme con ellos, e incluso el descabellado atrevimiento de aventajarlos? Los esfuerzos que hacemos para afirmarnos, para competir con nuestros prójimos y, si es posible, adelantarles, tienen razones abyectas, inconfesables, es decir fuertes. Las decisiones nobles, por el contrario, emanando del esfuerzo de ponernos a la sombra, carecen implacablemente de vigor, y las abandonamos de prisa, con o sin pesar. Todo lo que nos hace sobresalir procede de una fuente turbia y sospechosa, impura en grado máximo, en realidad de nuestros adentros. También algo más: hubiera debido elegir cualquier otro idioma, excepto el francés, porque su aire distinguido no me sienta bien, él está al antípoda de mi ser, de mis desbordamientos, de mi verdadero ego y de mi género de miserias. Por su rigidez, por la suma de coerciones elegantes que representa, el francés me aparecía como un ejercicio de ascetismo o más bien como una mezcla de camisa de fuerza y de salón. Sin embargo, precisamente por esta incompatibilidad le he tomado tanto afecto que exulté cuando el gran sabio neoyorquino Erwin Chargaff (nacido, como Paul Celan, en la ciudad de Tchernovtsy) me confesó que, en su opinión, no merece existir que lo expresado en francés… Hoy en día, cuando este idioma está en plena decadencia, lo que más me entristece es constatar que los franceses no parecen sufrir por ello. Y precisamente a mí, escoria de los Balcanes, me es dado entristecerme asistiendo a su naufragio. Ahora bien, junto con ella, desconsolado, ¡pereceré yo también! ENSAYOSDESEO Y HORROR DE GLORIA Si cada uno de nosotros confesara su deseo más sigiloso, el que le inspira todos los proyectos y todas las acciones, diríamos: "Quiero ser alabado". Nadie se atrevería a tal confesión, puesto que es menos deshonroso cometer una vileza que sacar al tablado una vileza tan deplorable y tan humillante, surgida de un sentimiento de soledad e inseguridad de que sufren, con igual intensidad, tanto los opresos por la vida como los afortunados. Nadie está seguro de lo que es en realidad, ni de lo que está haciendo. Por muy convencidos que fuéramos de nuestros méritos, la angustia nos corroe y no deseamos más, para librarnos de ella, que estar engañados, encontrar por doquiera la aprobación de todos. Un buen observador discierne siempre un matiz de imploración en la mirada de quien acaba de rematar una acción o una obra, o se consagra, lisa y llanamente, a cualquier actividad. La invalidez es universal, y si Dios parece no estar afectado, la explicación es sencilla: terminada la creación, él no tenía cómo, por falta de testigos, esperarse a felicitaciones. ¡Se las dio él mismo, es verdad, al final de cada día! Así como, para ganarse un nombre, cada uno se esfuerza por aventajar a los demás, el hombre debió de haber conocido, en sus principios, el antojo confuso de eclipsar a los animales, de afirmarse por su cuenta, de brillar a cualquier precio. Al producirse en su economía vital una ruptura de equilibrio, fuente de ambición si no de energía, él se vio proyectado en una competición con todos los seres, hasta entrar en competición consigo mismo por aquella locura de aventajar que, exacerbada, iba a ser su característica específica. Sólo el hombre, en la condición de la naturaleza, ha querido ser importante, sólo el hombre, entre todos los animales, odiaba el anonimato, y se preocupó salir de él. Ponerse en evidencia esto era y sigue siendo su sueño. Es difícil creer que hubiera sacrificado el paraíso por el simple deseo de conocer el bien y el mal; en cambio, nos lo imaginamos perfectamente arriesgando todo para ser alguien. Correctemos la Génesis: si falló su felicidad inicial, lo hizo no tanto por amor al conocimiento como por ansia de gloria. Tan pronto que cayó en el cepo de ésta, se pasó del lado del diablo. También la gloria es efectivamente diabólica, en principio y en sus manifestaciones. Por su causa, el más dotado de los ángeles acabó como aventurero, y no pocos santos a manera de saltimbancos. Los que han probado la gloria o sólo le han estado cerca ya no pueden alejarse de ella y, para quedarse a su lado, no cejarán ante cualquier vileza, ante cualquier abominación. Cuando ya no puedes salvar tu alma, esperas salvarte al menos el nombre. ¿Quizá el usurpador que iba a asegurarse una posición privilegiada en el universo hubiera logrado esto sin la voluntad de hacer que se hablara de él, sin la obsesión, sin la manía de la gritería en su alrededor? Si esta manía se apoderara de cualquier otro animal, por "retrasado" que sea, dicho animal progresaría vertiginosamente y alcanzaría al hombre. ¿Sientes que tu deseo de gloria te está abandonando? Él llevará consigo también las cavilaciones que te estimulaban, te incitaban a producir, a realizarte, a salir de ti mismo. Junto con su desaparición, te contentarás con lo que eres, volverás a entrar en el cauce, la voluntad de supremacía y de exceso siendo vencida y abolida. Liberado del poder de la serpiente, ya no guardarás ni la sombra de la antigua tentación, del estigma que te diferenciaba de otros seres. ¿Será cierto que sigas siendo hombre? Todo lo más una planta consciente. Los teólogos, asimilando a Dios a un espíritu puro, mostraron no tener idea alguna del proceso de la creación, de la génesis en general. El espíritu como tal es impedido para producir; él proyecta, mas para la ejecución de sus proyectos se necesita una energía impura que lo mueva. Él mismo es débil, no la carne, y no llega a ser fuerte que estimulado por una sed sospechosa, por un impulso condenable. Cuanto más dudosa, tanto más una pasión preserva a aquél sometido a ella del peligro de crear obras falsas o descarnadas. ¿Está poseído de voracidad, de envidia, de vanidad? Lejos de condenarle, debemos, todo lo contrario, alabarlo: ¿qué sería sin ellas? Casi nada, es decir espíritu puro, más exactamente ángel; ahora bien, el ángel es, por definición, estéril e ineficiente, como la luz en la cual está vegetando y que no engendra nada, careciendo de aquel principio oscuro, subterráneo, que reside en cualquier manifestación de la vida. Dios aparece favorecido; amasado como está de tinieblas: sin su imperfección dinámica, se hubiera quedado en un estado de parálisis o de indiferencia, incapaz de desempeñar el papel que sabemos. A ellas les debe todo, inclusive su existir. Nada de lo que es fructífero y verdadero no es del todo luminoso, ni del todo honorable. Decir de un poeta, con respecto a alguna debilidad suya, que ésta es una "mancha sobre su ingenio" significa ignorar el resorte y el secreto, si no de sus talentos, seguramente del "rendimiento". Cualquier obra, por alto que tenga el nivel, surge de lo inmediato y le lleva la marca: nadie está creando en lo absoluto y tampoco en el vacío. Encerrados en un universo humano ¿para qué y para quién seguir produciendo, en cuanto nos evadimos de él? Cuanto más nos solicita el hombre, tanto más dejan de interesarnos los hombres. A pesar de esto, por causa de ellos y de la opinión que se forman de nosotros nos agitamos. La prueba está en el poder de la adulación sobre todos los espíritus, los rudimentarios y los refinados. Creeríamos equivocadamente que ella no tiene efecto alguno sobre el solitario; en realidad, éste es más sensible a la adulaciónde lo que nos imagináramos puesto que, sin probar a menudo su encanto o su veneno, tampoco sabe defenderse. Por hastiado que sea, los cumplidos no lo dejan indiferente. Como no se los hacen con demasiada frecuencia, tampoco se acostumbra a ellos; bañadlo en la primera ocasión en cumplidos y los recibirá con una avidez pueril y asquerosa. Competente en numerosos campos, en éste es un novicio. Añadamos, para disculparlo, que cualquier cumplido actúa físicamente y provoca un estremecimiento delicioso que nadie pudiera ahogar, ni siquiera contener, sin una disciplina, sin un dominio de sí mismo que se adquieren sólo por la experiencia de la vida social, por frecuentar a la larga a los intrigantes e hipócritas. A decir verdad nada, ni la desconfianza ni el menosprecio no nos inmunizan en contra de los efectos de la adulación: ¿sospechamos o despreciamos un individuo cualquiera? Estaremos sin embargo atentos a las apreciaciones favorables con las cuales se dignara gratificarnos, e incluso cambiaremos de opinión sobre él si estas apreciaciones serán lo bastante líricas, lo bastante exageradas para parecernos espontáneas, involuntarias. En apariencia, todo el mundo está contento de sí mismo; en realidad, nadie. ¿Habrá tal vez entonces, por caridad, que lisonjear a nuestros amigos y enemigos, a todos los mortales sin excepción, aceptándoles cualquier extravagancia? La duda de sí mismo atormenta a los hombres hasta tal punto que, como remedio, ellos inventaron el amor, pacto tácito entre dos desdichados para apreciarse desmesuradamente, para alabarse entre ellos sin vergüenza. A excepción de los locos, no hay hombre indiferente al elogio o a la reprobación; mientras nos quedemos más o menos normales, somos sensibles tanto al uno como a la otra; pero ¿podemos seguir entre nuestros prójimos cuando nos volvemos refractarios a ellos? Reaccionar como ellos es por cierto humillante; por otra parte, es muy difícil elevarte por encima de todas estas vanidades que los acosan y agobian. Ser hombre no es una solución, mas tampoco lo es dejar de serlo. El menor de los saltos fuera del mundo frena nuestra voluntad de realizarnos, de aventajar y aplastar a los demás. La mala suerte del ángel es que no debe atormentarse por conquistar la gloria: en gloria nació, en gloria se arrellena, la gloria le es consustancial. ¿Qué más puede desear para sí mismo? Carece de la propia facultad de inventarse deseos. Si producir y existir es lo mismo, no hay entonces condición más irreal ni más deprimente que la suya. Es peligroso simular indiferencia cuando no le estás predestinado: así pierdes muchos defectos destinados a enriquecerte, necesarios para cumplir una obra. Desposeer al hombre de estos defectos significa privarnos de nuestro propio fondo, hundirnos de buena voluntad en el atolladero de la pureza. Sin la aportación de nuestro pasado, de nuestro basurero, de nuestra corrupción reciente y a la vez originaria, el espíritu está en paro. ¡Ay de aquél que no sacrifica su redención! Si cualquier realización importante, grande, descomunal, surge del deseo de gloria, ¿qué pasa cuando este deseo se debilita o se apaga, y nos avergonzamos de haber querido imponernos en los ojos de los demás? Para comprender cómo se puede llegar aquí, pensemos en aquellos momentos cuando se produce una verdadera neutralización de nuestros instintos. Es verdad, estamos todavía vivos, pero esto no tiene demasiada importancia para nosotros: una constatación desprovista de interés: verdad, mentira – un ensarte de palabras vacías, y nada más. ¿Qué es, qué no es – cómo saberlo, si superamos aquel estadio cuando te afanas aún a jerarquizar las apariencias? Nuestras necesidades, nuestros deseos, nos son paralelos, y en cuanto a nuestros sueños no somos nosotros quienes los soñamos ya, alguien otro los sueña en nosotros. Ni siquiera el miedo no es ya nuestro. No es que disminuyera, más bien aumenta, pero se queda fuera de nosotros; alimentándose de sus propios recursos, liberado, altanero, él lleva una existencia autónoma; nosotros le servimos sólo de soporte, de domicilio, de dirección, lo alojamos; nada más. El miedo vive separadamente, se desarrolla y se perfecciona y hace lo que le da la gana sin consultarnos alguna vez. En absoluto enfadados, lo dejamos a su antojo, lo trastornamos tan poco como él nos trastorna a nosotros, y asistimos, desengañados e impasibles, el espectáculo que nos ofrece. Así como llevados por la imaginación podemos recorrer fácilmente el camino invertido al recorrido por la vida, atravesando de este modo las especies, siguiendo a contrapelo el curso de la historia podemos llegar hasta sus principios y aun más lejos. Esta retrogradación deviene una necesidad en aquél que, arrancado de la tiranía de la opinión, no pertenece ya a ninguna época. Aspirar a la consideración es incomprensible al fin y al cabo; sin embargo, cuando no tienes a nadie ante el cual quieres hacer buena impresión, ¿qué sentido tiene ya extenuarse para pasar por alguien, incluso qué sentido tiene extenuarse lisa y llanamente para existir? Después de haber anhelado que nuestro nombre fuera grabado alrededor del sol, caemos en el otro extremo, ansiando que sea borrado de por doquiera y que desaparezca para siempre. ¿El ardor con el cual quisimos afirmarnos no había conocido ningún límite? El de borrarnos cualquier huella tampoco conocerá alguno. Empujando hasta el heroísmo nuestra voluntad de abdicación, empleamos nuestras energías para aumentarnos el anonimato; para destruir toda seña de nuestro paso por la tierra, del mínimo recuerdo de nuestro aliento. Odiamos a cualquiera que se nos apegue, que cuente con nosotros o espere algo de nosotros. La única concesión que ya podemos hacer a los demás es desengañarlos. De todos modos, no podrán comprender nuestro deseo de librarnos del agotamiento del ego, de detenernos en el umbral de la conciencia y de no penetrar en ella nunca, de ovillarnos en lo más hondo del silencio primordial, en la beatitud no articulada, en el dulce estupor en el cual yacía la creación antes de la agitación provocada por el verbo. Esta necesidad de escondernos, de abandonar la luz, de ser en todas las cosas lo último, estos impetuosos arrebatos de modestia cuando, rivalizando con los topos, los acusamos de ostentación, esta nostalgia del nonato o del no nombrado – son otras tantas modalidades de liquidar las adquisiciones de la evolución para volver a encontrar, por un salto atrás, el instante que precedió el arranque del devenir. Cuando concebimos una idea elevada sobre la desaparición y miramos con desprecio la afirmación del más insípido de los modernos: "Mi vida entera lo he sacrificado todo, tranquilidad, interés, felicidad, mi propio destino" – nos imaginamos no sin satisfacción, al antípoda, el encarnizamiento del desilusionado [...] Ya que nadie quiere ocuparse de lo que es él ni de lo que vale, él mismo se preocupará por hacerlo. Ninguna restricción, ninguna insinuación o matiz en las apreciaciones que se va a atribuir. Está satisfecho, realizado, ha sabido lo que todos persiguen, lo que pocos encuentran. ¡Qué digno de miseración, en cambio, el que no se atreve a ensalzar sus méritos y talentos! Él odia a quienes no se los aprecian y se odia a sí mismo porque no los puede exaltar, ni siquiera alardear. Levantada ya la barrera de los prejuicios, por fin tolerada e incluso obligatoria la fanfarronada, ¡qué liberación de los espíritus resultaría de este modo! La psiquiatría no tendría ya objeto si nos estuviera permitido divulgar lo inmensamente bien que pensamos de nosotros mismos o si a cualquier hora del día tuviéramos al alcance un lisonjeador. Por muy feliz que sea el jactancioso, su felicidad no es sin tacha: no siempre encuentra a alguien dispuesto a escucharlo; y de lo que pueda sentir cuando está obligado a callar, mejor no pensar siquiera. Por muy engreídos de nosotros mismos que estuviéramos, vivimos en una acritud inquieta, de la cual no pudiéramos librarnos que si las piedras mismas, conmovidas, se apiadaran de nosotros y nos incensaran. Mientras se obstinen en su mutismo no nos queda más remedio que chapotear en vicios, atiborrarnos de nuestra propia hiel. El hecho de que la aspiración hacia la gloria reviste una forma cada vez más jadeante demuestra que ella se substituyó a la fe en inmortalidad. La desaparición de una quimera tan empedernida como legítima tuviera que dejar en los espíritus cierto pánico, junto con una espera mezclada con frenesí. Nadie puede privarse de un simulacro de perennidad, y tanto menos puede prohibirse buscarla por doquiera, empezando por la literaria. Desde que la muerte le aparece a cada uno como un término absoluto, todo el mundo escribe. De aquí la idolatria del éxito y, en consecuencia, el sometimiento al público, el poder pernicioso y ciego, flagelo del siglo, versión inmunda de la Fatalidad. Con la eternidad en último plano, la gloria podía tener un sentido; ya no tiene ninguno en un mundo donde impera el tiempo, donde, otra mala suerte, el tiempo mismo está amenazado. La fragilidad universal, que afectaba tan poderosamente a los antiguos, es aceptada por nosotros cual evidencia que ni siquiera nos golpea ni nos interesa, y llegamos a aferrarnos alegres en las certidumbres de una celebridad precaria y nula. Añadamos que, si en las épocas cuando el hombre escaseaba, ser alguien podía presentar aún cierto interés, ahora, cuando se ha desvalorizado, ya no es lo mismo. En un planeta invadido por la carne, ¿la consideración de quién te puede importar, cuando la idea de prójimo se ha vaciado de cualquier contenido y no podrías amar ya la masa humana ni al por mayor ni por partes? Querer sólo distinguirte es de todas formas un síntoma de muerte espiritual. El horror a la gloria surge del horror a los hombres: intercambiables, ellos justifican por su número la animadversión que les tenemos. No está lejos el momento en que tendrás que hallarte en estado de gracia para poder, no amarlos, esto es imposible, sino soportar verlos. En los tiempos en que las epidemias providenciales de peste purificaban las ciudades, el individuo, en su calidad de sobreviviente, inspiraba con justa razón cierto respeto: era todavía un ser. Ya no existen seres, no hay que un pululamiento de moribundos afectados de longevidad, tanto más odiosos cuanto saben organizarse tan bien la agonía. Les preferimos cualquier animal, aunque sea sólo por el hecho de que está acosado por ellos, expoliadores y profanadores del paisaje que antaño la presencia de las bestias lo ennoblecía. El paraíso significaba la ausencia de los hombres. Cuanto nos damos cuenta mejor, tanto perdonamos menos el gesto de Adán: rodeado de animales, ¿qué más podía desear? y ¿cómo fue que desconsideró la felicidad de no estar obligado a enfrentar, en cada momento, la maldición horrorosa inscrita en nuestros rostros? Al no poder concebir ya la serenidad que después del eclipse de la especie, dejemos, en espera, de martirizarnos por nimiedades, volvamos nuestras miradas a otra parte, hacia aquella parte de nosotros que nada influye. Cambiamos la perspectiva sobre las cosas cuando, al confrontarnos con nuestra soledad más sigilosa, descubrimos que no existe realidad sino en nuestros adentros, lo demás siendo sólo embaucamiento. Cuando alguien se haya convencido de esta verdad, ¿qué más pueden concederle los otros que él no tuviera, y qué quitarle para entristecerle y humillarle? No existe liberación sin triunfo sobre la vergüenza y el miedo a la vergüenza. El vencedor de las apariencias, liberado para siempre de sus embrujos, debe estar por encima no sólo de los hombres, sino también del honor mismo. Sin tomar en cuenta ni en lo más mínimo el desprecio de los prójimos, él sabrá alardear, en medio de ellos, un orgullo de dios desacreditado. ¡Qué alivio creerte inasequible a la alabanza y a la desaprobación, y cuando dejas de querer pasar por alguien en los ojos de nadie! Extraño alivio, marcado por momentos de opresión, liberación doblada de embarazo. Por muy lejos que hubiéramos impulsado el aprendizaje del distanciamiento, no podemos decir sin embargo qué tal nuestro deseo de gloria: ¿lo seguimos sintiendo o estamos por completo insensibles? Lo más probable es que lo hayamos escamoteado y que nos siga acosando sin saberlo nosotros. No lo vencemos que en aquellos momentos de desaliento absoluto cuando ni los vivos ni los muertos pudieran reconocerse en nosotros… En las demás experiencias nuestras las cosas no son así de simples, porque mientras deseamos, deseamos implícitamente la gloria. Incluso desprendidos de todo aún la anhelamos, puesto que el deseo de gloria sobrevive a la desaparición de todos los demás. Quien haya saboreado la gloria, quien se haya refocilado en la gloria, ya no podrá prescindir de ella nunca y, al no gozar de ella siempre, caerá en acritud, en insolencia o en estancamiento. Cuanto más se nos van intensificando los defectos, ella cobra relieve y nos atrae; el vacío de nuestro ser la llama; y, cuando no contesta, le aceptamos el sucedáneo: la notoriedad. A medida que aspiramos a ella, nos atormentamos en lo insoluble: queremos vencer el tiempo con los recursos del tiempo, perdurar en lo efímero, alcanzar lo indestructible a través de la historia y, para colmo de la irrisión, estar aplaudidos precisamente por quienes más asco nos provocan. Nuestra desdicha es no haber encontrado, para remediar la pérdida de la eternidad, sino este engaño, esta deplorable obsesión de la cual se pudiera liberar sólo el que se implantaría en el ser. ¿Pero quién es capaz de ello, cuando no eres hombre precisamente porque no puedes lograr todo esto? Creer en la historia significa anhelar lo posible, significa postular la superioridad cualitativa de lo inminente sobre lo inmediato, significa imaginarte el devenir bastante rico en sí como para hacer que la eternidad resulte de sobra. Es suficiente dejar de creer en ella y todos los acontecimientos pierden cualquier huella de significación. Ya no te interesa entonces más que los extremos del Tiempo, menos sus principios que su cumplimiento, su consumición, lo que va a suceder tras él, cuando el agotamiento de la sed de gloria lleve consigo también el agotamiento de los deseos, y cuando, libre del impulso que lo impelía a avanzar, aliviado de su aventura, el hombre veía abriéndosele por delante una era sin deseo. Si reconquistar la inocencia primordial nos está prohibido, podemos en cambio imaginar otra, tratando de alcanzarla gracias a una ciencia desprovista de perversidad, purificada de sus taras, cambiada en profundidad, "arrepentida". Tal metamorfosis equivaldría a la conquista de una segunda inocencia que, al producirse tras milenios de duda y de lucidez, tuviera sobre la primera la ventaja de no dejarse más atrapada en la red, ya gastada, de la Serpiente. Realizada la disyunción entre ciencia y caída, el acto del conocimiento no lisonjeando ya la vanidad de nadie, ningún placer demoniaco acompañaría la indiscreción inevitablemente agresiva del espíritu. Nos comportaríamos como si no hubiéramos violentado ningún misterio y nos miraríamos los resultados de cualquier índole con distanciamiento, si no con menosprecio. Se trataría entonces, ni más ni menos, de recomenzar el Conocimiento, es decir de edificar otra historia, una historia exenta de la inmemorial maldición, y en la cual nos fuera dado hallar de nuevo aquel signo divino que llevábamos antes de la ruptura con el resto de la creación. Ya que nuestra corrupción es la que nos saca de nosotros mismos, y también ella nos hace eficientes y fértiles, el celo de producir nos delata, nos acusa. Y entonces ¿no sea que nuestras propias obras testimonien contra nosotros precisamente para encubrirnos la decadencia, para engañar al prójimo y, más aún, para engañarnos a nosotros mismos? El cumplimiento está tachado por un vicio originario del cual el ser parece exonerado. Y, puesto que todo lo que cumplimos surge de la pérdida de la inocencia, sólo por condenar nuestros hechos y disgustados de nosotros mismos podemos redimirnos ya. 


Emil Cioran, filósofo y ensayista; la obra: "En las cumbres de la desesperación" (1934); "La metamorfosis de Rumanía" (1936); "El crepúsculo de los pensamientos" (1940); "Compendio de descomposición" (1949); "Silogismos de la amargura" (1952); "Historia y Utopía" (1960); "El mal demiurgo" (1969); "Acerca de lo inconveniente de haber nacido" (1973); "Ejercicios de admiración" (1986); "Guía apasionada" (1991); "Cartas a los de mi casa" (1995).
[1] Traducido al alemán por Paul Celan, Précis de Décomposition apareció en Rowohlt en 1957. Cuando se reeditó en Klett-Cotta, hace cinco años, el director de Akzente me pidió presentarlo a los lectores de la revista. He aquí el origen de este breve texto (E.M.C.).


by Emil Cioran (1911-1995)