"Adamesteanu: un dolor sólo mío" - reseña de Mercedes Monmany

"Adamesteanu un dolor solo mio" - resena de Mercedes Monmany

La crítica literaria y ensayista Mercedes Monmany firma una reseña en el ABC Cultural  (9 de julio de 2016) sobre la novela El mismo camino de todos los días de Gabriela Adameșteanu.

La presentación del libro, traducido por Joaquín Garrigós, tuvo lugar el día 5 de junio en presencia de la escritora, del traductor, de la crítica literaria Mercedes Monmany y de la editora Valéria Kovácová. El evento fue organizado por el Instituto Cultural Rumano y Ediciones Xorki Editorial Independiente.

Adamesteanu: un dolor sólo mío

de Mercedes Monmany

Sólo cuatro novelas le han bastado a Adamesteanu para consagrarse no sólo en su país, Rumanía, sino en toda Europa.

Sepan por qué leyendo «El mismo camino de todos los días»

Una de las principales autoras de nuestros días en todo el espectro europeo, Gabriela Adamesteanu, nació en Târgu Ocna (Rumanía) en 1942. Periodista, activista democrática durante el comunismo, traductora del francés (su tesis doctoral versó sobre Proust), en 1990, recién caído el régimen de Ceaucescu, fundó junto a otros el denominado Grupo para el Diálogo Social, convirtiéndose en editora de la Revista 22, de defensa de la sociedad civil. Su entrada en la literatura, con 33 años, tuvo que ver con un rechazo visceral a escribir bajo el realismo socialista. Con cuatro novelas publicadas hasta el momento, Gabriela Adamesteanu saltó a la fama internacional sobre todo con Una mañana perdida, historia concentrada del siglo XX rumano. O lo que es lo mismo, la crónica de varias generaciones perdidas, de guerras e innumerables sacrificios personales, evocada a través de una anciana, Vica, que sale una mañana de casa y emprende -como Mrs. Dalloway en Londres- un periplo por Bucarest. En todas sus obras, Adamesteanu es una maestra a la hora de describir el aire de una época, la intrusión de lo político en lo cotidiano, el miedo instalado profundamente en una sociedad sin libertad. En la que fue su primera y magnífica novela, El mismo camino de todos los días, de 1975, hoy todo un clásico reeditado en numerosas ocasiones, estamos en la Rumanía de los años 60 y en el espléndido relato -magníficamente traducido por Joaquín Garrigós- de una educación sentimental durante el comunismo.

En prisión

Letitia Branea, que narra su historia en primera persona, es una adolescente que vive en una pequeña ciudad de provincia, en medio de una gran escasez. La suya es una familia de represaliados políticos. Su padre, por motivos que no se acaban nunca de desvelar totalmente -«por las culpas de su familia de hace 20 o 30 años»-, está en prisión, y su tío Ion, en otros tiempos un intelectual notable, ha sido relegado a dar clases en un colegio. Letitia crece con este tío, cuya carrera fue interrumpida bruscamente, tras su exclusión del Partido, y con su madre, dominada sin cesar por la sensación de ser «una víctima, una incomprendida, una mártir» a causa de la vida miserable que le ha tocado en suerte. En el minúsculo apartamento de dos habitaciones donde viven, lo que impera es un ambiente triste, invadido por miedos difusos y por la enemistad con los vecinos, que los insultan a menudo llamándolos «fascistas».

Un mundo asfixiante

En lo único que piensa Letitia es en escapar, convencida de que nunca le sucederá «nada relevante» y que tan sólo está abocada al fracaso y la frustración, como ha sucedido con su madre y su tío. Un tío acobardado que ejerce de padre sustituto, al que con el tiempo reprochará que haya cedido y se humille ante las peticiones y exigencias de sus superiores. La única salida de ese mundo asfixiante y provinciano, de idénticos e interminables días de monotonía y letargo, será su entrada en la Universidad. Para ello se trasladará a la capital Bucarest, instalándose en una residencia de estudiantes. Aún así, las chicas como Letitia llevarán siempre consigo, sin remedio, una especie de marca. La marca del que ha llegado de fuera. La marca de no pertenencia. Siempre le faltará «ese toque imperceptible de las alumnas bucarestinas de buena familia, la rapidez con la que siguen la moda a través de las revistas extranjeras, las cosas que reciben de fuera». Siempre pervivirá el pánico a la marginación, a no integrarse totalmente, a mostrarse tan sólo como una pobre provinciana. Como se dirá Letitia, todas ellas formaban «grupos compactos y reducidos, iban juntas a los mismos guateques inaccesibles para nosotras, por eso las mirábamos con reserva y recelo, nos intimidaban sus chistes, demasiado verdes, su desenvoltura y sus relaciones. Su vida nos parecía distinta de la nuestra». Su envidia serán «esas vidas siempre más vivas y llenas de imprevistos», no programadas desde su nacimiento, como la de ella. Un futuro incierto, poco dado a grandes sorpresas, no sólo aguarda a Letitia, que actúa como metáfora de su tiempo, sino a un país entero, a generaciones que pasaron de la violencia de la guerra y la posterior represión a la asfixia de regímenes autoritarios que los mantenían atemorizados por no poder encontrar trabajo, por no hallar un lugar en la nueva sociedad, por caer en desgracia ante cualquier mal paso dado, siendo inmediatamente «depurados». Por otro lado, en este tipo de sociedades «fuera de la ley», de unas leyes normalizadas y democráticas, nada se mostraba nunca totalmente nítido: ni las amenazas ni los castigos, ni los inesperados premios o recompensas al ejercer la sumisión que se espera de todos. Así, con ese desconcierto, con «ese viejo sentimiento de culpa profundo y confuso» lo expresará Letitia: «No era capaz de imaginar nada de lo que podía estar esperándome, únicamente recordaba de forma confusa relatos de todo tipo sobre interrogatorios y detenciones».

Queja perpetua

El espejo en el que crece Letitia, su búsqueda desesperada de una identidad, es un espejo a la inversa, en el que rechaza verse. Por ejemplo, el de su madre, en el que, aún queriéndola, le horroriza verse reflejada. Una mujer sarcástica, dura, áspera, instalada en la queja perpetua y en el largo vacío de la espera de un marido que un día la abandonó y que, tras salir de la cárcel, al no haber hallado nada mejor, volverá con ella para formar un remedo de familia ficticia y desencantada. Todos ellos, también su tío Ion, parecen venir de modelos o proyectos un día emprendidos y nunca consumados. Educada en la prevención, en la alerta de víctimas de todo y nada a la vez, de supervivientes siempre a punto de ser golpeados de nuevo y sin razón, Letitia se librará muy pronto de esa clase de sentimentalismo iluso que envuelve a las chicas de su edad. De ese «dolor no preciso», tan común, que se comienza a experimentar muy pronto, durante la adolescencia. Un dolor que quiere percibir únicamente ella, obligándose a «sentirlo tal y como había leído en los libros o había visto en el cine». Un dolor sólo suyo, no el de la época, ni el de su país, ni el de su familia.